Hay muchos tipos de silencio.

 

Pero no siempre ocurre que lleguen habiéndolos pedido…

 

Los silencios son como una especie de ruleta rusa con balas que se disparan entre los que resultan incómodos y los que no. No me refiero a que su aparición en nuestras vidas sea fruto del azar, sino a que nos suelen pillar desprevenidos. Viviendo otras cosas. Con mucho ruido alrededor.

 

LOS SILENCIOS DE DUELO, DUELEN. Ya advierten en su forma lo que vienen a provocarnos: «Yo, duelo». Existe una mala fama con ellos, porque les han precedido anteriores: esos que se han ido colando en las grietas que más nos cuesta abrir al mundo. Incluso a nosotros mismos. Los «duelo» nos duelen porque dejamos de oler los aromas que pertenecían a quienes ya no vuelves a ver. Porque son traicioneros. Y aunque te hagas promesa de recordarles, la memoria solo nos deja los retales de lo que no deberíamos deshacernos nunca. Nos obligan a entender que cada despedida tiene que dejar algo bueno. Que los enfados que no se apagan hoy nos quemarán mañana si ya solo queda hablarle a un epitafio. Quiero creer que no tiene por qué ser así siempre, pero los silencios duelo me duelen por sentir que me tomé demasiado a la ligera la oportunidad de crear más vida al lado de alguien. De abrirme a nuevas opciones. Y es una pérdida doble cuando los silencios duelo dejan mucho eco. Y, por ende, muchas palabras muertas. Las más importantes siempre, las menos cuidadas. Con lo bonito que es decir: te quiero, Fulanito. Con esa coma entre la frase y su nombre y que le explica al que será querido lo importante que es para nosotros… Por eso estos silencios duelen tanto. Porque para poder curarlos, nos toca curarnos también a nosotros.

 

LOS SILENCIOS DE AMOR, RESUELVEN. Y se resuelven fácil, sin un lenguaje propio pero que ya sabemos que es universal. Nadie nos enseña a amar, pero todos sabemos sentirnos amados. Reconocernos en la burbuja de enamorarse, más aún cuando a Cupido le da por tener puntería y somos recompensados con la misma intensidad. Son los silencios en las miradas. En las noches con velas. En los coches aparcados en la puerta esperando a que nosotros lleguemos. En las canciones que se comparten… y en los charcos que se saltan, juntos, aunque todo se esté desmoronando alrededor. Quizás por ser los más deseados, son los más caprichosos. Los que se hacen de rogar. Porque hay que saber respetarlos para que así se pare el mundo siempre que nos dé por mirar en las pupilas del otro.

 

LOS SILENCIOS QUE MÁS ME SIGUEN ENSEÑANDO SON LOS VOLUNTARIOS. Aquellos en los que te muerdes la lengua antes de que tus palabras se lancen con furia contra los demás: las palabras que, históricamente, han generado más llagas que cualquier arma de fuego. Los silencios sabios que suman años, paciencia, canas y sabiduría. Los silencios que restauran en ti la empatía, las ganas de diálogo. Los que buscan la paz por encima de todas las cosas. Los que se guardan en cofres, por su valor absoluto. Una maleta esperando a ser usada. Un beso porque sí. Una llamada de arrepentimiento. Los minutos que dedicas a la lectura, a hurgar en las frases de otros. Los ojos que lloran por el sufrimiento de los que no conocerán nunca. Un corazón que intuye lo que va a pasar. Los sextos sentidos. Incondicionales… así son los estos silencios que a uno le nacen cuando su corazón crece al mismo ritmo que su voluntad. Y cuanto más callamos, cuanto más escuchamos, más aportamos al mundo. Un silencio que aprende es un silencio bien invertido.

 

Y LUEGO ESTÁN ESOS SILENCIOS NO DEFINIDOS… Los difíciles. Muy, muy difíciles. Nos obligan a escuchar los miedos para poder transformarlos después. Y ahí es donde nos asustan: desnudarse de miedos es saber que te has mofado de ti mismo demasiado tiempo. Pero son estos silencios los que permiten que nazcan nuevas opciones. Hay que tenerles paciencia: porque, por temor, nunca queremos que lleguen. Nos creemos demasiado vacíos de poder para afrontarlos, nos sentimos idiotas frente a ellos. Porque con ellos caen nuestros mitos, nuestras carnes, nuestras cartas, nuestras tierras. Caen ideas, tropiezos, costumbres. Arrastran a personas y arrasan con todo. Solo nos dejan una tabla rasa. Y la nada. Es el silencio más insoportable que existe. Nos llevan a desgranar una a una las faltas de ortografía con que escribíamos nuestras vidas. A ponerlas sobre papel. A reescribirlo todo… y a caer en esas crisis que nos revientan la moral.

Pero, como afirma la filosofía antigua, todo es Ordo Ab Chao. El desorden es más poderoso que el orden porque nos empuja a reubicarnos, a cambiar de sitio.

 

La confusión es la tentación a la aventura.

… porque después del caos, siempre llega el orden.

La calma.

Es decir: la estrella.

Tu estrella.

 

Y justo antes de que brilles con toda tu armonía, estarás escuchando el silencio más sincero y absoluto. Ése que indica que estás a punto de saltar al vacío…

 

muy posiblemente, para aprender a volar.