Las horas no sólo son horas cuando hablo contigo.

Y cualquiera podría pensar que es una pérdida absoluta de tiempo… Pero soy tozuda en seguir creyendo en todo aquello que de pequeña me hacía feliz.

 

 

Quizás la primera razón de nuestra infelicidad sea ésa: que ya no nos concedemos minutos de aventura mental…  Sin embargo, parece que los estudios terminan dando la razón a esto de que la imaginación aporta mucho y dignifica nuestra sensación de seres extraordinarios en un mundo que no lo es tanto.

 

Confieso que algunas semanas resultan más toscas que otras. Esta vez me ha tocado a mí pensarte mucho y contarte aún más. Los ratitos contigo fueron tan insuficientes durante años que, ahora que por fin tenemos tantos, los dosifico para semanas donde la mundial parece que caerá a plomo en el salón de mi casa.

 

Pero nunca cae.

 

Nunca.

 

Y no lo hace porque existe un paraguas transparente que lleva tu apellido… y por arrastre, también el mío. Un paraguas a prueba de malas babas y rachas feas que a todos nos toca pasar. Porque desde aquella conversación enana pero enorme que tuvimos en el hospital,

 

 

la vida es más aventura.

Más rondante.

Calmante.

Vitaminante.

Distinta.

 

 

Porque la muerte no sólo es algo que sucede a nuestro alrededor. La muerte está en los órganos que no cuidamos, los pensamientos con que nos machacamos y las relaciones que aceptamos como el veneno nuestro de cada día. La muerte es el tabú del que nos escondemos. Que huele a rancio, viste de oscuro y usa sus armas sibilinas para meternos la humedad en los huesos. Tememos a la muerte porque creemos que nos quita la vida. Porque no la entendemos y no nos entiende.

 

Nos limitamos una visión de la vida más justita: queremos la seguridad guiada. Confort gratuito sin pena ni gloria. O quizás con algunas glorias, sí… pero mucho más chiquitas de las que realmente nos pertenecen. A mí me resulta excitante pensar que hay una historia de amor en cada guerra; que cada parón antecede al cambio; que lo que se cierra con cariño abre la invitación que esperaba en el buzón. Concentro la atención en esto, porque todos los años que no lo hice sufrí demasiado. Y como hay ideas que te persiguen hasta que les das forma y se calman, tenemos que ingeniárnoslas para integrar el  pasado sin arrepentirnos de nada… ni de nadie.

 

Porque el motorcillo de las bocanadas de oxígeno sigue funcionando, porque si respiramos es que aún tenemos opción de aprender, porque hay opciones para lo insólito y aún podemos ¡corcho!, vivir.

 

Vivir es un verbo poco valorado. El que dejamos de lado porque, ¡claro!, siempre está con nosotrxs. Lo metemos en el mismo saco que respirar, amar y perdonar y lo usamos sólo en ocasiones especiales. Ay, como si no lo fueran todas… Como si morir no nos fuera a rozar ni las pestañas. Qué necio. Qué necio creer que mañana será igual que éste. Que nada nos hará trizas. Que nadie nos pondrá alondras en el estómago. Que no nos enamoraremos hasta las trancas. Que nuestras cuentas no caerán en picado. Que no tirarán a matar…

 

Por eso me gusta charlar contigo.

 

Tu visión de las cosas es tan clara que se me escapa que puedas sentirlo tan fácil. Me gusta que no juzgues. Que no critiques. Que no mientas. Y que ames a rabiar… Bueno, que ames sin límites, sin mesura, con todo lo que infinitamente dejaste a medias aquí.

Así yo también aprendo a quererme a enteras, que buena falta me hace.

 

 

Te pienso.

Te siento.

Existes.

Con un nuevo lenguaje.

Que detallo.

Y que elijo.

Sabiendo que aún así también me equivoco.

 

 

Pero de eso se trata estar vivos.

Aquí. Ahora.

O como tú,

para siempre.